Desde el mismo momento del primer viaje de Colón, en parte para
demostrar que el planeta no era plano sino redondo, los tripulantes de las
carabelas que emprendían las dichosas aventuras, iban acompañados de Dios,
personificado por sus representantes en la tierra, los frailes, curas o
sacerdotes cuya meritoria labor consistía en darles esperanzas a los marineros
y evangelizar a los impíos indígenas que se encontraran por el camino.
En todos los países que hoy
configuran la América Latina, la Iglesia Católica ejerció una asfixiante
autoridad sobre todos los estamentos del poder, fuera éste civil o militar.
Durante años o más bien siglos, los representantes de la Iglesia eran el
verdadero poder y quienes, en últimas, tomaban las decisiones y ejercían sus
atribuciones de manera intransigente, aún después de eliminada la famosa
Inquisición, tribunal que tenía todas las atribuciones para ejercer la mas
despiadada justicia si no se ajustaba a los cánones y los procederes
establecidos por la Santa Madre Iglesia, de los cuales los párrocos eran sus
supremos ejecutores.
Superado el ciclo colonialista de
la madre patria y adentrado el siglo XX, el rezago de las pretensiones
clericales continuó imponiéndose, aprovechando la ignorancia popular y las
necesidades de detentar un poder que venía en decadencia paulatina y que no se
resignaban perder. En las ciudades colombianas, en todas ellas, el párroco era
durante la primera etapa de la llamada República, quien mandaba, muy por encima
de las autoridades civiles locales, quienes debían someterse a sus designios,
so pena de verse rendido al escarnio público, mediante homilías mordaces y
cáusticas lanzadas desde los púlpitos, cuando consideraban que actos o
actitudes contrarias a las enseñanzas católicas se producían o eran
patrocinados por los mandatarios.
En la ciudad fueron famosos dos
curas que dominaron el panorama local y regional durante más de la mitad del
siglo XX y quienes merecen especial consideración habida cuenta de su vasta
influencia en el devenir de nuestra capital y cuya memoria aún conservamos
presente, pues a pesar de sus intransigencias, estamos seguros lo hacían
pretendiendo el bienestar y la prosperidad colectiva, así sus acciones, fueran
muchas veces consideradas intolerantes y sectarias.
El primero de ellos es el
sacerdote eudista José Demetrio de Jesús Mendoza Rueda, a quien cito con todos
sus nombres, pues sus merecimientos fueron muchos a pesar de su recia
personalidad y de, una que otra acción, que no podemos catalogar propiamente
como ‘cristiana’. Nacido en el ‘Pueblo de Cúcuta’, llamado así, el conocido hoy
como barrio San Luis, en aquel entonces corregimiento, el 3 de enero de 1872 y
bautizado en la parroquia del lugar doce días después, hijo legítimo, había que
decirlo así, de Rafael y Clemencia. Fungieron como padrinos Facundo Pineda e
Isabel Rueda, su tía; impartió el sacramento, el párroco de entonces Cruz
Alejandro Sierra. Puede decirse que era de familia de la clase media, dueños de
una estancia o finca que les producía lo suficiente para el sostenimiento de
las necesarias obligaciones sociales y le permitía un modesto vivir.
Huérfano a temprana edad, quedó
al cuidado de un hermano medio de quien aprendió el oficio de alfarero,
mientras estudiaba en la escuela primaria y fue precisamente allí, donde
encontró su vocación, gracias a los buenos oficios de su maestra Margarita
Granados quien, además de prepararlo, le consiguió el apoyo necesario para que
el Vicario Capitular de la diócesis de Pamplona, monseñor Antonio María
Colmenares lo acogiese en su casa y lograra el patrocinio de su tío Francisco
Mendoza y de Juan Antonio Carvajal para que fuera aceptado en el Seminario
Mayor de esa ciudad, regentado por la comunidad de los Padres Eudistas. A la
edad de 21 años recibió la consagración como “cura de almas”, el día de la
Virgen, 8 de diciembre de 1894.
A Cúcuta llegó como Vicario de la
Parroquia de San José, el 5 de noviembre de 1905 y su principal acción fue la
de reconstruir el templo que permanecía en estado deplorable desde el día del
terremoto ocurrido treinta años atrás.
Hombre corpulento debido en gran
parte al trabajo físico que ejerció durante sus años jóvenes en el agro, fue
uno de los atributos que más le ayudó en la dura tarea de imponer su respeto y
autoridad. Los cronistas de la época argumentaban que añoraba no haber vivido
en el tiempo del fraile Savonarola, Prior del Convento de San Marcos en la Florencia medieval, “para imponer su
ley y convertirse, como en efecto lo consiguió, en el jefe de la Iglesia y de
la Administración Municipal, cuyos funcionarios nombraba y removía a voluntad y
les imponía sus normas de conducta en todos los órdenes, ya fuesen personales,
familiares o de cualquier otra índole”.
De la misma manera se decía, que
“de haber vivido en tiempos de Isabel la
Católica, tal vez hubiera sido o su confesor o por lo menos, secretario de Fray
Domingo de Torquemada y el más estricto y eficiente asesor de este impávido,
desalmado y memorable personaje”. Pero así como lo elogiaban por sus
capacidades físicas o intelectuales, también ponían en duda ciertos saberes,
cuando se comentaba, que “en honor a la verdad, no era un hombre de
conocimientos enciclopédicos” y que “su biblioteca debía ser muy raquítica”.
En lo personal era un fiel o más
exactamente, un fanático cumplidor de sus juramentos, de sus votos y de su
palabra. Por consiguiente, “nada de ‘Curindios’ que es como llaman en el Huila
a los hijos de cura e india. Era inconmovible en su fe y en sus convicciones
políticas, así como de temperamento genéticamente intransigente.
Muchos enemigos se ganó por no
querer bautizar infantes que no fuesen fruto de matrimonio católico o por no
pertenecer al partido político que capitaneaba este ministro de Dios, razón por la cual, muchos colombianos nacidos
de este lado de la frontera debieron ser bautizados como venezolanos en Ureña,
San Antonio o San Cristóbal. Pero fuera de estos ‘minúsculos detalles’ es
necesario reconocerle que ejercía severa vigilancia sobre su grey y que no
escatimaba esfuerzos ni miramientos contra los pecadores, incluidos sus propios
copartidarios, como José Rafael Unda, el
general Agustín Berti y otros políticos de las brigadas azules, quienes
competían en lides donjuanescas y pretendían ejercer el ‘derecho de ‘pernada’
en los dominios de su parroquia.
Veníamos diciendo que el padre
Demetrio Mendoza no ahorraba ‘baculazos’ cuando, a su juicio, debían serle
administrados a quienes infringían la ley de Dios o quebrantaban los postulados
partidistas de las toldas azules. Eran reconocidos como los hombres más poderosos
de la ciudad, el padre Mendoza, don José Agustín Berti y don Nicolás
Colmenares, por lo tanto, cada cual trataba de mantener una posición que los
hiciera acreedores de ese reconocimiento y a pesar de sostener una pugna
constante, sus relaciones siempre se mantuvieron dentro de las más cordiales armonías.
Don Agustín quien era un hombre
afable y de indiscutible simpatía, inteligente, sutil y de una sagacidad
profunda, cualidades que le permitían esquivar o por lo menos lidiar las
andanadas que muchas veces, le propinaba el padre Mendoza en sus homilías de
los domingos. Era don Agustín, senador vitalicio, cuando esa figura aún existía
en el ordenamiento político del país y lo más importante, era el presidente de
la compañía del Ferrocarril de Cúcuta, una de las empresas más importantes del
país, la tercera ferrovía del país, que había entrado en funcionamiento el 30
de junio de 1888, después de los ferrocarriles de Panamá y de Antioquia.
Además, propietario de El Casino Berti, establecimiento de rancho y víveres, no
casa de juego como lo creen algunos, lugar donde se vendían “los mejores
manjares del mundo”, como los quesos holandeses, los dulces abrillantados de
España, turrones italianos, chocolates suizos, vinos franceses y los famosos
dulces de platico de ‘donde los Berti’.
En el teatro Guzmán Berti,
también de su propiedad, se dice que mandó grabar, en el pórtico del escenario
aquella memorable frase latina, que todos quienes asistimos algunas veces
recordamos y que, al parecer fue una réplica al padre Mendoza, por las
constantes amonestaciones contra la exhibición de algunas películas, decía la
frase, ‘Canendo et Ridendo Corrigo Mores’, que traducida significa ‘Cantando y
Riendo corrijo las Costumbres’.
Quiero aclarar que como era de
norma en ese entonces, el teatro tenía su Junta de Censura, con principales y
suplentes y como es de suponer, el padre Mendoza era miembro principal en
compañía de Jorge Ferrero, Rodolfo Faccini, José Rafael Unda, Elías M. Soto y
Andrés B. Fernández. No figuraba, ni siquiera entre los suplentes, don Nicolás
Colmenares por la sencilla razón de su filiación política, era liberal.
Para ilustración de mis lectores,
transcribiré algunos fallos de esta Junta; “Pueden exhibirse las siguientes
películas:… Peces diminutos en el mar, Perico el Travieso,… En cuanto a la
película, Un drama en el fondo del mar, puede exhibirse, siempre y cuando se
supriman las escenas en que hay besos de novios.”
Como los roces entre estos dos
personajes eran frecuentes, los fieles asistentes a las misas dominicales
estaban siempre atentos a los sucesos de la semana y cuando se presentaban
situaciones de discordia entre ambos, era sermón seguro, así que ese domingo la
asistencia se multiplicaba, sólo para escucharle la lengua al cura.
En una oportunidad y producto de
una discordia, el padre Mendoza comenzó su homilía haciendo alusión a la
parábola del sembrador escrita en el evangelio de San Mateo. Cuando menciona
que las semillas cayeron entre espinas y éstas las ahogaron, miraba
directamente a don Agustín. Más adelante continuó diciendo, “alguien que me
escucha” y miraba a don Agustín, “es terreno enmalezado y lleno de espinas que
pretende, simultáneamente servir a Dios y dar satisfacción a sus pasiones.”
Acabado el sermón y la misa, fue don Agustín a la sacristía y le dijo al
religioso: “Padre, estoy verdaderamente conmovido por el sermón tan
maravilloso. ¡Qué elocuencia, padre! Goza, su reverencia de ese don que hizo
tan irresistible la palabra de otros iluminados y que repercute y conquista la
inteligencia y el corazón de quienes la oyeron. Déjeme felicitarlo con toda
sinceridad.” No sabemos cómo asimiló el sacerdote estas palabras, sólo se sabe
que los ánimos se calmaron, por lo menos durante un tiempo, hasta que algún otro suceso se presentara.
La importancia del padre Mendoza
podría llenar páginas enteras, sin embargo no es mi intención extenderme en sus
ejecutorias, todas meritorias, entre ellas algunas que ya mencionamos en
crónicas anteriores, como lo fue su participación en la presencia de la comunidad
de los Hermanos Cristianos, en la ciudad y su gran contribución a la creación
del Colegio del Sagrado Corazón de Jesús. Durante toda su gestión al frente de
la Parroquia de San José, se protagonizaron hechos, algunos de ellos
escandalosos como el ocurrido el 22 de julio de 1923, cuando los jefes del
Partido Liberal solicitaron al gobernador Víctor Julio Cote, el permiso para
efectuar un Bazar Liberal en el Parque Colón, con el fin de recaudar fondos
para las campañas políticas que se estaban programando. El permiso fue
concedido por el mandatario, pero el padre Mendoza, consideró inconveniente la
actividad y de inmediato organizó una manifestación en el atrio de la iglesia,
con tanta gente que se llenó el Parque Santander. El tumulto se dirigió a las
instalaciones de la gobernación, dos cuadras más arriba, a exigir la suspensión
de dicho acto. Las directivas liberales, conformadas por los generales Emilio
López P. y Leandro Cuberos Niño decidieron abstenerse de realizar el bazar y
así resolver el problema, tanto al padre Mendoza como al gobernador.
Otro de los actos bochornosos que
causó consternación, no solamente entre la población sino a las autoridades
mismas, se suscitó el primero de enero de 1924 cuando anunció ante las
autoridades civiles y militares y los fieles que llenaban la iglesia para
asistir al Te Deum, que éste no se cantaría y que sería remplazado por un
Miserere, debido a los constantes y reiterados ‘ataques de la prensa liberal a
la religión y sus representantes.’ A regañadientes, unos y otros, permanecieron
en el templo y entonaron la función litúrgica del Salmo 50, en la práctica,
pidiendo perdón por los desafueros que el padre Mendoza consideraba, ofendían a
la Religión y a la Iglesia.
A partir de este momento,
comienza la decadencia del levita, por cuanto el malestar generado comenzó a
generalizarse entre las gentes de las distintas condiciones y sus actuaciones
futuras terminarían condenándolo al ostracismo, como efectivamente sucedió y
que comentaremos en la próxima entrega.
Veníamos relatando las
actividades que eran desarrolladas en la ciudad por distintas personalidades
que, a su vez, mantenían una relación, directa o indirecta, entre sí y que, de
cierta manera, pasaban por la mirada inquisidora de la Iglesia, o mejor, del
padre Demetrio Mendoza, quien al fin, decía la última palabra. El ocaso,
decíamos en la anterior crónica, había comenzado el primer día del año 1924,
por la impertinente y unilateral decisión del sacerdote de modificar el programa, al remplazar la oración del Te
Deum, que es una plegaria de agradecimiento, por el Miserere, una invocación de
compasión, que usualmente se acostumbra a rezarle a los difuntos.
En la ciudad y el país, se venían
gestando movimientos políticos y sociales que copaban buena parte del tiempo de
los ciudadanos, en especial el de aquellos más acomodados, quienes buscaban
mejorar las condiciones de vida de los más necesitados, bien fuera mediante la
creación de instituciones que orientaran estas acciones o a través de la
divulgación de las mismas, de manera que la opinión pública conociera lo que
estaba haciéndose en su beneficio. Ya desde el comienzo de su ejercicio como
párroco, el padre Mendoza había creado instituciones como la Gota de Leche, que
servía en la alimentación de los niños de las escuelas católicas de la ciudad,
con el apoyo y colaboración del comercio, quienes lo patrocinaron durante
varios años, hasta que el gobierno departamental decidió aprobarle un auxilio
oficial con ocasión del homenaje que se le tributó por la celebración de sus
bodas de plata sacerdotales en el mes de septiembre de 1919, mediante Ordenanza
55 de 1927, es decir, ocho años después; la Confederación Obrera de San José,
organizada para el cuidado y la defensa de la religión y en la cual se dictaban
cursos de capacitación y orientación a los jóvenes, en materias relacionadas
con la fe. Esta última, fue la respuesta que lanzó la Iglesia para
contrarrestar el avance que en este sentido había iniciado la Sociedad Gremios
Unidos, al presentar programas de educación para jóvenes que no eran aceptados
en las instituciones católicas por las condiciones que en ese momento se
consideraban contrarias a las creencias religiosas del catolicismo.
Para la divulgación de las
actividades de la parroquia, el 8 de diciembre de 1914, el padre Mendoza había
organizado un periódico semanario que llamó El Granito de Arena, al parecer,
porque no le gustaba la forma cómo los periódicos de la época informaban,
especialmente las actividades desarrolladas por él o por la Iglesia en general.
Tal vez, lo que más incidió en esta decisión, correspondió a la noticia de la
inauguración que se hiciera de la estatua de la heroína Mercedes Ábrego, en el
parque que lleva su nombre, el 13 de marzo de 1913 y que se develó el busto con
una fervorosa y patriótica oración que fue muy aplaudida por los asistentes y
comentada muy favorablemente por los periódicos de la ciudad, en especial por
Sagitario, que era el más leído y que muy a su pesar, no gustó al sacerdote.
Mientras tanto, otros diarios y semanarios fueron apareciendo, como La Tarde,
Comentarios, Sarcasmos, de carácter humorístico salpicado de críticas mordaces
a los gobernantes locales y regionales, Bandera Liberal, que solamente duró
tres años, pues Sixto Epiménides Sarmiento, su fundador, tuvo que clausurarlo
por las presiones del gobierno conservador pero que no se dejó amedrentar y al
día siguiente reapareció con el nombre de La Mañana y que vino a constituirse
en la causa del desplome de nuestro personaje, el padre Demetrio Mendoza.
La pelea interna en el partido de
gobierno auspiciada por Laureano Gómez en contra del presidente Marco Fidel
Suárez, tuvo una amplia repercusión en el periódico de don Sixto y que al
parecer no le gustaba al padre Mendoza, razón por la cual, La Mañana venía
siendo particularmente agredida, desde el púlpito, en los sermones dominicales
y desde las columnas de El Granito de Arena.
La Mañana había bautizado, desde
hacía algunos días, al padre Mendoza
como ‘el Amo de la Parroquia’ y este calificativo no le gustaba en lo más
mínimo al sacerdote y para colmo de males, en su edición del 25 de marzo de
1925, decidió publicar una caricatura, que fue la gota que rebozó la copa, pues
el padre Mendoza resolvió tomar las vías de hecho para resolver, de una vez por
todas, la desagradable situación.
Después de una agitada
deliberación interna y de una extensa consulta con los libros sagrados,
encontró el camino de la liberación de su espíritu en la epístola de San Pablo
a los Efesios, Capítulo 6, v. 10, 13 y organizó la que llamó la Expedición
Punitiva.
La incursión fue planeada de
manera milimétrica por los componentes de su Confederación Obrera de San José,
quienes eran sus ‘soldados’ en el resguardo de la religión y que defenderían a
su director espiritual a quien los impíos habían convertido en ‘rey de burlas’.
Reunidos en su sede de la calle 10 entre
avenidas 4 y 5, estaban a unos doscientos metros de la imprenta de La Mañana,
ubicada en la calle 10 entre las avenidas 6 y 7. La reunión, en la cual se
planificaba la ofensiva, fue fijada para el día 27 de marzo, de manera que al
amanecer del día siguiente todo estaría consumado. Fueron 16 los hombres que
tomaron parte del operativo, todos vestidos con atuendos similares a los
utilizados por la Policía. Dos de ellos se ubicaron en cada una de las esquinas
opuestas para evitar el paso de gentes no autorizadas, por el lugar y los otros
doce, provistos con sus ‘herramientas de trabajo’ se dedicarían a destrozar las
máquinas y demás implementos de su labor diaria. La tarea estaría concluida
cuando todos los desperdicios estuvieran en la calle, en una extensión
suficiente para demorar varias horas en reunirlos, según lo habían establecido
en su programación y que obedecía a lo escrito en el Libro de Los Reyes Cap.15:
“Sin perdonar nada, sin codiciar nada y sin apropiarse de nada”. De esta
operación resultaron afectados, además de don Sixto E. Sarmiento, propietario
del periódico, los usuarios del Ferrocarril y Tranvía, toda vez que por la
calle diez frente al rotativo, estaban los rieles que permitían su
desplazamiento. La parálisis del tren duró varias horas y con la ayuda de los
empleados de la compañía del Ferrocarril se pudo despejar la vía y colaborar en
la organización de los chibaletes y los tipos de la imprenta de La Mañana. A mediados
del año siguiente, el padre Mendoza fue trasladado a Chinácota, después a
Lebrija, a Málaga, Floridablanca y finalmente a Bucaramanga donde terminó su
ejercicio sacerdotal, en 1943 cuando había cumplido 71 años. Debido a su
precario estado de salud, los médicos le recomendaron un clima más benigno, por
lo cual, el obispo Afanador y Cadena lo trasladó a Cúcuta, donde murió a los 81
años de edad, el 28 de mayo de 1953.
El párroco de la iglesia de San
José, Daniel Jordán, ordenó la inhumación del combativo sacerdote en esa
iglesia, en cuya lápida, de color gris pálido, sólo se lee su nombre Demetrio
Mendoza. Apóstol de Cúcuta.
LA CARICATURA DE LA DISCORDIA
La presente crónica fue extractada del libro escrito
por el doctor Alirio Sánchez Mendoza, ‘El Amo de la parroquia’. La caricatura,
eje central del escrito, publicada en el diario La Mañana, en 1925, también fue
extraída del citado documento.
El padre Mendoza, como veníamos diciendo, era de
carácter fuerte y de posiciones intransigentes, pues tenía la convicción propia
de los representantes de Dios en la tierra, en los tiempos en que éstos eran
los amos y señores de todo aquello que deambulara por el ancho y amplio mundo
conocido de entonces. Baste recordar que, hasta no hace mucho, la Iglesia o
mejor el levita, había establecido que en el templo no debían mezclarse, tal
vez por inconveniente, hombres y mujeres, pues a los ojos de Dios o mas bien de
los hombres, constituía tentación, como aún hoy subsiste en algunas religiones
extremistas del mundo.
En la iglesia de San José, hoy elevada a la
categoría de catedral, como en todos los templos importantes del cristianismo,
su distribución física había sido construida sobre la base de tres naves, cada
una con su correspondiente puerta y su altar mayor emplazado hacia el oriente.
Es la constante en todas las catedrales de la edad media, que se dice basaron
su construcción en el conocimiento que los maestros constructores del templo de
Salomón, aplicaron y que posteriormente originó, en las postrimería de la edad
media, la aparición de la
francmasonería.
Así pues, era la norma que en la iglesia de San
José, en los tiempos del padre Demetrio Mendoza, los hombres se situaban en la
nave norte y las mujeres del lado sur, muy seguramente para seguir los antiguos
consejos de algún jerarca que había establecido coloquialmente aquel dicho que
rezaba ‘entre santa y santo, pared de calicanto’. Las señoras y señoritas
debían llevar la cabeza cubierta con una mantilla y vestidas con trajes de
mangas largas hasta la muñeca y falda hasta el pie o a media pierna, a lo sumo.
En las procesiones, iguales recomendaciones debían observarse pues cada uno de
los géneros debían ir por la acera correspondiente, separados por el ancho de
la calle y por los altos dignatarios del Clero, del Gobierno, de los
colegios y del ejército que eran quienes
cerraban el desfile.
La figura del padre Mendoza, se antojaba imponente a
la vista de sus feligreses. Dicen sus biógrafos que el sacerdote tenía una
estatura aproximada de un metro con setenta y cinco centímetros y debía pesar
unos ciento diez kilos. Por su vida muelle y sus gustos exquisitos por las
finas y delicadas viandas, había ido adquiriendo una cintura exuberante y voluminosa
que era aumentada por el ancho cinturón pastoral y la sotana negra distintiva
de los sacerdotes de la época, ajustada al cuello, cuidadosamente almidonado y
que hacía resaltar su voluminosa papada y su abultado cogote. Así había ido
descuidando su silueta que en sus años jóvenes era atlética y robusta, debido a
la práctica de las labores que ejercía desde antes de su ingreso al seminario,
donde olvidó que el cuidado constante del cuerpo y no solamente de su alma, era
sinónimo de salud y de larga existencia, algo que lamentaría en el ocaso de su
vida.
Y fue, precisamente por esa razón, que apareció la
caricatura que originó la principal desavenencia con sus contradictores, pues,
a pesar de tratarse de una viñeta sin mayores críticas, la que pudiéramos decir
que representaba la figura del prelado mostrando sus facciones más destacadas,
no fue así interpretada por él y que en últimas, generó el pleito que originó
la que sería, tal vez, la más grave de sus ofensas.
En las crónicas ‘Dos Curas Insignes’ se ilustran
detalladamente los acontecimientos sucedidos a raíz de la publicación de la
mencionada ilustración, la cual aparece al final de este escrito, así que sólo
mencionaré el suceso muy brevemente, para quienes no tuvieron la oportunidad de
leer los comentarios citados; el 25 de marzo de 1925, el diario La Mañana
publicó la caricatura del padre Mendoza, lo que despertó la santa ira del
prelado, así que organizó una ‘expedición punitiva’ contra el periódico y con
la ayuda de los colaboradores de su Confederación Obrera de San José, destruyó
los enseres de la imprenta, esparciéndolos por la calle, lo que originó además,
la parálisis del transporte férreo y de tranvía, el cual sólo pudo
restablecerse horas más tarde, cuando entre trabajadores de ambas empresas
lograron recoger el producto del desorden.
La caricatura, que no tenía ningún objetivo
específico, salvo la de ilustrar el artículo que don Sixto E. Sarmiento había
escrito sobre el padre Mendoza, en el que lo califica de ‘amo de la parroquia’
fue dibujada por don Francisco Lacruz de quien se afirma era un agudo, hábil,
discreto y ocasional dibujante al que eventualmente le publicaban sus
bosquejos, por solicitud del director mismo. Para evitar suspicacias y salvar
entuertos firmaba sus dibujos con el seudónimo de Lacroix, traducción al
francés de su apellido, que dicho sea de paso, no le quedaba difícil a la poca
audiencia del periódico suponer de quién se trataba.
La fuente de esta crónica es el libro del médico Alirio Sánchez Mendoza: DEMETRIO MENDOZA, EL AMO DE LA PARROQUIA.
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