Carta abierta a los cucuteños de 1954
Una muy interesante nota escrita en el año del título y dirigida a los
habitantes de la ciudad, a manera de recuento y a la vez de crítica y de
agradecimiento por la hospitalidad que le depararon durante sus años mozos, a
él y su familia, uno de tantos venezolanos que tuvo que emigrar a la fuerza, lo
que hoy se denomina desplazado, por cuenta de la situación política del país
vecino en las épocas pretéritas de la primera mitad del siglo veinte. René del
Moral, nuestro narrador de marras, relata cómo tuvieron que salir por cuenta de
la invasión que Cipriano Castro encabezó contra el régimen del presidente
Ignacio Andrade desde estas tierras en compañía de un grupo reducido de
insurgentes, se asegura que no eran más de setenta, pero que lograron
apoderarse del gobierno e iniciar las purgas que se acostumbraban entonces. Por
fortuna para la familia del Moral, cuyo padre era funcionario del gobierno de
turno, se hallaban afincados en el balneario de Nueva Arcadia, nombre real del
caserío conocido hoy como Aguas Calientes, en la vecina población de Ureña,
debido a una recomendación médica sugerida a la señora del Moral para tratar
sus afecciones reumáticas, pues las aguas termales que allí emanan habían
alcanzado un prestigio muy merecido, no solo en Venezuela sino en toda la
frontera regional. Relata cómo llegaron los cuatro, padre, madre y su hermana a
la “tierra de Santander” donde fueron
acogidos en esta “ciudad hospitalaria y fecunda en caballeros conspicuos, damas
de señorío y gentes en general alegres y cordialísimos.” Recuerda que su padre
no tuvo dificultad en conseguir ocupación en una casa de comercio, pues era “hombre de letras y de vasta preparación”
y luego de algunos años y merced a influencias pudo viajar a Caracas y ocupar
un alto puesto en el gobierno de quien despectivamente llamaba “el cabito”.
Después de muchos años regresaba por estos lares, acompañado de su hijo que
había estudiado medicina en Bogotá y recién recibía su diploma de la
especialidad. Quería aprovechar esta oportunidad para recordar los tiempos de
su exilio y para mostrarle a su vástago, los lugares por los cuales había
deambulado en su juventud, de la mano de sus padres y en compañía de su
hermana. Contó de su paso por el colegio de don Luis Salas Peralta donde
comenzó a forjar su personalidad de joven, pero de la ciudad como tal, dice que
no ha cambiado gran cosa. Habrían pasado poco menos de treinta años desde la
última vez y no apreciaba mayores adelantos; para él no era más que el mismo
pueblo pero más grande y con “humos de metrópoli” con una lenta prosperidad y a
medio superar, pues carece de “toda
característica favorable como agua, luz, aseo, mercados, tránsito organizado y
cultura y sociabilidad en su pueblo, pero especialmente, carece de un hotel,
factor importante y complemento indispensable para su desenvolvimiento”.
Continua diciendo que veía la mediocridad, pues no se apreciaba “por ninguna parte, jardines, parqueaderos,
piscinas, campos de juego y todo lo que debe tener un hotel tropical como el
Nutibara de Medellín, el Tairona de Santa Marta, el Aristi de Cali o el
Tequendama de Bogotá.” Sin embargo, como el proyecto del hotel de turismo
estaba en desarrollo, por los días de su visita, se discutía el nombre con que
lo bautizarían, toda vez que se tenían dos prospectos; el primero era el nombre
de Guasimales, que a su parecer, no era de buen recibo en la población y el
segundo, Tonchalá, como efectivamente fue llamado.
En aras a la verdad, lo que dio pie a don René del Moral para enviar esta
carta abierta a los medios de entonces, no era hacer evocación de su vida
pasada ni recordar pasajes de su niñez, sino que lo motivaba o más bien le
exasperaba la idea del nombre que se le daría al nuevo hotel de turismo, en
construcción por esos días y que él consideraba como el avance más
significativo de la ciudad y el atractivo mayor para la promoción de turistas y
visitantes, especialmente la de sus compatriotas.
Como nuestro comentarista era
partidario furibundo del nombre de Tonchalá, asumió como propia la defensa de
la designación y se dispuso a exhibir sus argumentos con la mejor
determinación, como si de ello dependiera su suerte o su fortuna. En reuniones
con sus condiscípulos y contemporáneos expresaba que le había escuchado decir, en
Caracas, a un doctor García-Herreros que se había acordado el nombre de
Guasimales; en ese momento, pensó para sus adentros, ¿Guasimales? Pero eso
significa tierra donde hay muchos guásimos y guásimo es un matorral que da unas
pepas negras que cuando se maduran y su
corteza macerada en agua produce una baba que sirve para fijar la lechada con
que se pintan las paredes. Así que decidido a defender su propuesta de nombre,
aprovechó para recordar los albores de la fundación de la ciudad. Decía, que la
donación de doña Juana, que se llamaba precisamente el Guasimal era un pedazo de tierra entre el Cerro El Diviso y el río Pamplonita y que no era otra cosa que
recordar un sitio lleno de esos matorrales carentes de significación y por
ende, sin importancia ni pertenencia. En cambio y según le manifestaron sus
amigos, ‘muchas personas de alguna cultura’ eran partidarias del nombre de
Tonchalá con el argumento que era más evocador, más autóctono y de mayor
aceptación, pues ese era el nombre de la hacienda donde doña Juana había
concebido la idea y cristalizado el propósito de dar la tierra donde se asentaría la ciudad
y además, fue allí donde el gran músico y artista del pentagrama, Elías
Mauricio Soto, se inspirara para crear el himno insignia de la ciudad, las Brisas del Pamplonita, que hizo
memorioso su nombre e inmortalizó la música cucuteña, bambuco cantado por los
poetas y los sensitivos, quienes aseguran que Tonchalá es el riachuelo que
refresca las tierras de la iniciadora de esta población y que sus ninfas saltan
de roca en roca en las tardes atornasoladas por los arreboles del sol de los
venados.
Y con estas poéticas palabras, nuestro ilustre visitante, en compañía de su
hijo, nuevo médico, decidiría enrumbarse a su tierra, pues tenía el tiempo
justo para dirigirse al aeropuerto para abordar la nave que lo llevaría de
vuelta a su tierra, no sin antes, despedirse de sus amistades, quienes lo
verían no por última vez, sino hasta la próxima, puesto que años más tarde, ya
inaugurado el Hotel Tonchalá, tuvo el privilegio de hospedarse y dejar
constancia que había sido uno de los principales defensores del nombre que
ostentaba esa bella edificación, orgullo de la ciudad y sus habitantes.
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