Conocí al hermano Arturo Monier a
mediados del decenio de los cincuenta cuando recién llegamos a esta ciudad.
Ocasionalmente venía a Cúcuta de visita al colegio de su congregación, la de
los Hermanos de la Escuelas Cristianas ,
el Sagrado Corazón de Jesús, pues era profesor de matemáticas en el Provincial
de la Ciudad
de Pamplona. Había llegado a Colombia de su natal Francia en los primeros años
del siglo pasado, primero al Instituto Técnico La Salle de la ciudad de
Bogotá, ubicado en el centro de la capital por la carrera tercera cercano a la Plaza de Bolívar, epicentro
político de la nación y luego trasladado al Provincial por orden de sus
superiores jerárquicos. Creo que estuvo un tiempo corto en el Instituto Técnico
Dámaso Zapata de la ciudad de Bucaramanga, pues en esos años era difícil
conseguir profesores, sobre todo en el campo de su especialidad. En alguna
oportunidad cuando visitaba nuestra casa, recuerdo que nos contaba cómo había
puesto en marcha su proyecto deportivo en los colegios regentados por
religiosos en la capital de la república; de cómo había organizado los primeros
partidos, inicialmente entre equipos de los cursos del Instituto La Salle y luego con equipos
que se fueron formando en los demás colegios. Lo que no tengo claro ni recuerdo
que lo haya comentado, fue cómo nació su afición y cómo conoció del juego,
puesto que éste venía de los Estados Unidos y había sido inventado para suplir
las necesidades deportivas de la población durante los meses de invierno que no
tenía otra opción distinta del jockey –sobre hielo por supuesto- ya que por
razones de clima, no podía practicarse su deporte favorito, el béisbol. Por
alguna razón que desconocemos y armado con un balón número siete, unos
reglamentos traducidos, posiblemente del francés, empezó a difundir entre los
estudiantes de los colegios de los Hermanos Cristianos del departamento, el
deporte que ha sido el orgullo de los nortesantandereanos desde los inicios de
su práctica en Colombia. Se tiene como fecha de comienzo de sus actividades,
algún mes del año 30 del siglo veinte, posiblemente iniciando año, si tenemos
en cuenta que por esas fechas empiezan los años escolares en esta región. Ya
para 1931 el deporte de la cesta se había arraigado en la región, especialmente
entre los más jóvenes, puesto que la estrategia del hermano Arturo había sido
popularizarlo en los cursos inferiores debido a la facilidad que se tenía para
practicarlo, pues no requería de grandes espacios ni de accesorios difíciles de
conseguir como sucedía con otros deportes, ni de trasladarse a los lugares
donde hubiera canchas para practicarlo como era el caso del fútbol, por
entonces tal como hoy, era el deporte más popular y más practicado por los
jóvenes, particularmente los de los cursos más avanzados. Tal vez ese haya sido
el factor de éxito, pues en los años venideros se pudo comprobar que el
conocimiento y la práctica temprana formaron jugadores de gran valía y
estupendo desempeño como pudo demostrarse con los llamados a conformar las
selecciones nacionales de los jugadores locales.
El Colegio Sagrado Corazón fue el
primero en promocionar este deporte en la ciudad y poco a poco las demás
instituciones educativas, incluidas las femeninas, se fueron familiarizando con
el juego hasta el punto de conformar equipos que se enfrentaban entre sí, en
torneos organizados de manera eventual para medir sus fuerzas y capacidades y
constatar en avance que se había adquirido a punta constancia, de práctica y de
entrenamiento. Pasados los primeros años y ya con la experiencia adquirida, no
sólo en la ciudad sino en todo el país, se propuso la realización de un
campeonato nacional que sería el Primer Campeonato Nacional de Baloncesto y que
se efectuaría en Cúcuta como efectivamente sucedió en 1937. Al llamado
acudieron equipos representativos de Bogotá, de Bucaramanga y de Boyacá además
del representativo local integrado por jugadores estudiantes de los colegios
Sagrado Corazón y Provincial. Al respecto y para constancia histórica es
preciso aclarar que el equipo que representaba al Colegio Sagrado Corazón se
llamaba La Salle ,
pues he constatado que algunos cronistas se confunden al afirmar que
correspondía a jugadores del colegio La Salle de hoy; en esa fecha aún no existía el
colegio La Salle
de propiedad de la misma congregación y que fue creado para prestar un servicio
a la población de escasos recursos que entonces no tenía acceso a la educación
oficial que ofrecía el Sagrado Corazón.
Volvamos ahora la mirada al
Primer Nacional de Baloncesto escenificado en la cancha principal del Sagrado
Corazón. La cancha principal era la asignada al curso superior, el sexto de
bachillerato de entonces y así mismo se habían distribuido las demás canchas,
las mejores, las que tenían los mejores aditamentos les correspondía a los
cursos superiores, los demás se repartían las que quedaban; aún así, se
disfrutaba por igual el deporte que sólo se practicaba durante los recesos de
los recreos y los fines de semana o durante las jornadas deportivas.
La cancha donde se jugó el torneo
era de tierra, los aros con soportes metálicos, volados a 1.20 metros sobre la
línea de la cancha clavados sobre un tablero de madera, era el escenario. Los
partidos eran transmitidos por radio, por los locutores Alejandro Sánchez y
Luis María Díaz Mateus a quienes les habían acondicionado una cabina de
transmisión en lo alto de un árbol de mango, a la que había que subirse con
escalera, la que quitaban tan pronto como comenzaba el partido, para evitar el
asedio de intrusos durante la narración. El campeonato duró ocho días y la
final se jugó entre el representativo de Bogotá, equipo que se llamaba Hispania
y el del Norte de Santander que era La Salle. Desafortunadamente ,
la final fue suspendida por el árbitro José Giordanelli, un costeño experimentado
en el tema y que había realizado cursos en los Estados Unidos, debido a la
falta de garantías que se avizoraba, pues el público se había tornado irascible
ante las equivocaciones del juez, quien faltando diez minutos para terminar el
partido dio por terminado el encuentro. Los aficionados no se aguantaron las
ganas de castigar al usurpador del título, puesto que el equipo norteño se
perfilaba como el campeón y comenzaron a perseguirlo por la cancha y después de
atraparlo lo echaron a la piscina que estaba a escasos metros. Con la ayuda del
poco personal de vigilancia, el pobre árbitro logró salir de la alberca y aún
así, los desadaptados lo persiguieron hasta el hotel Internacional, donde se
hospedaba, una cuadra más abajo del Sagrado Corazón, por la avenida cuarta.
Aunque no tuvieron la intención de lincharlo, sí le hicieron pasar el susto de
su vida y así de mojado como quedó lo único que lo afectó fue el golpe que le
dieron a su orgullo.
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