COMENZANDO LOS CINCUENTA
A la muy interesante crónica de la ciudad de antaño publicada el sábado 8
de agosto, escrita por el doctor Eustorgio Colmenares B., le quisiera
adicionar algunos detalles que nos permitan ampliar la visión histórica de
nuestra ciudad.
Transportémonos a la misma época de la crónica, años sesenta.Recordemos que por esas calendas era una ciudad (o pueblo) de 100.000
habitantes según la proyección del censo de 1951 y que efectivamente la
economía de la ciudad giraba en torno al comercio con Venezuela de ahí
que siempre nuestra preocupación ha sido el precio del bolívar. A la sazón
existía, guardadas proporciones, la actividad del cambio de moneda;
existían los “cambia bolívares” sólo que la situación económica de los dos
países era completamente diferente y por lo tanto la orientación de los
negocios se desarrollaba de igual manera. ¿Cuáles eran esas diferencias
fundamentales del momento? La economía colombiana estaba restringida
debido a sus bajos ingresos externos; los controles a las importaciones y el
control de cambios no facilitaban las operaciones internacionales razones
por las cuales la consecución de las divisas se hacía mediante compra en los
bancos venezolanos que para ese momento no tenían restricciones de
ninguna clase y los dólares se obtenían con relativa facilidad. Como quien
dice, lo mismo que sucede hoy pero al contrario.
Los venezolanos venían a Cúcuta por los años sesenta con dos claros
objetivos, de compras y a “parrandear”, de rumba diríamos hoy. Claro que
para ellos (los venezolanos) no era tan fácil “pasar la mercancía” aunque
venían principalmente a comprar ropa. Recuerdo que en ese entonces los
almacenes de más prestigio una vez cerrado el Rívoli de don Tito Abbo,
quien se mudó a Maracaibo y que posteriormente sería el Almacén Ley,
eran Los Tres Grandes y LECS, el primero en la calle doce, diagonal al Ley y
el otro al frente del mismo Ley pero sobre la avenida quinta, donde
posteriormente se construyó el centro comercial del mismo nombre. Como
la Guardia Nacional no les permitía pasar la ropa nueva, optaban por
ponerse de a dos o tres pantalones, camisas, interiores, medias y todo lo
que pudieran para no tener el inconveniente del decomiso o de tener que
“darle una propina” a los guardias. Algunos se las ponían unas horas para
que lucieran usadas, lo mismo que hacían con los zapatos, en especial con
los Corona que eran los de más distinción y compra. Hoy todavía subsiste el
almacén Corona de la avenida quinta, testigo mudo de estos
acontecimientos.
En cuanto a lo segundo, una actividad desbordada por las candilejas, la
música y las mujeres era el mayor atractivo para los hombres de nuestro
hermano país quienes para muchos era el único atractivo de la ciudad. Pero
en ese entonces La Ínsula era conocida internacionalmente. Traspasaba la
frontera el reconocido Club Campestre no sólo por sus grandes
instalaciones, con piscina incluida, sino por la cantidad y variedad de sus
mujeres y que con el tiempo entró en decadencia dando paso al que sería el
prostíbulo más grande de Colombia, La Casa de las Muñecas.
Sin embargo, esa “zona de tolerancia” que fue creciendo con las bonanzas
hasta su extinción final no era la única distracción de los “machos”
venezolanos. Aunque por esas fechas no se conocían las discotecas, que no
tardaron en aparecer y que más adelante les contaré, sí habían bailaderos y
el más famoso era La Ciudad Llanera. La parranda, como se le decía
entonces, era en San Luis metros adelante donde hoy queda Concretos
CEMEX. Allí se presentaban, en vivo, los más destacados artistas y las más
reconocidas orquestas y por supuesto, la rumba era hasta el amanecer.
Otro bailadero de menor atractivo, era El Boconó de propiedad de un
italiano residente de muchos años en la ciudad, Mario Santaniello. Estaba
ubicado en la entrada de El Escobal, por ese tiempo, inspección de policía
de Cúcuta.
La otra zona de rumba, de menor categoría pero igualmente concurrida por
nuestros vecinos era el sector comprendido entre el puente de San Luis y la
salida a Ureña (allí donde quedaba la Ciudad Llanera) donde pululaban
negocios más pequeños en tamaño y en categoría.
Por último, estaban las “casas de citas” muy famosas y conocidas en la
ciudad y visitadas, no tanto por nuestros vecinos como por los propios
cucuteños, quienes llevaban allí a los visitantes “ilustres”, vinieran de donde
vinieran.
La más famosa de la época era sin duda América Coronado con su
“establecimiento” cercano al Camellón del cementerio por la calle doce.
Otras muy conocidas y que perduraron con el tiempo fueron Olga Durán y
Esther Mantilla.
Finalmente llegaría la “rumba sana” con la aparición de las primeras
discotecas. La pionera de las discotecas, como las conocemos hoy, fue Los
Alpes, ubicada en los altos de la Papelería Hispana en el edificio del mismo
nombre y que hoy todavía existe en la esquina de la calle doce con avenida
quinta. Diseñada al estilo de las que existían en el París de la época, un
recinto pequeño con una pista de baile central y un discjockey que
complacía a su público con la música de moda y unas pocas mesas
alrededor de la pista. La idea fue implementada por el señor Servio Tulio
Sánchez un agente de viajes capitalino quien se enamoró de una de las
hijas del dueño de la papelería, se casó y le montó la discoteca.
Posteriormente aparecieron otras dos discotecas, una que tuvo éxito
resonante por su adaptación a las exigencias del momento, por su
capacidad, su ubicación y por el buen balance de su música que fue El
Socavón, ubicado en un segundo piso de la calle doce entre avenidas quinta
y sexta. La otra, batalló por hacerse a una buena posición, cosa que no
logró por razones que desconozco y que sería interesante que alguien nos
contara. Se trata de El Hipopótamo Rosa que estaba en el último piso de las
instalaciones del Hotel San Jorge una cuadra arriba de la anterior.
Eran otros tiempos y las costumbres han cambiado pero la rumba igual
sigue.
Cúcuta, agosto 2009
GERARDO RAYNAUD D.
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