LA VISITA DE PAPILLON
Tal vez, para las nuevas
generaciones la mención de Papillon sea desconocida, pero durante los años
sesenta su historia trascendió internacionalmente más por el relato que plasmó
en un libro que por los sucesos en él narrados.
Para entender esta narración voy
a permitirme ambientar el contexto social que se vivía en la Europa del siglo
XIX y comienzos del XX. Las principales potencias, el Imperio Británico y
Francia, habían extendido sus fronteras, el primero en Asia y Oceanía y la
segunda en África, pues habían perdido buena parte de sus posesiones en América
debido al espíritu independentista que fue extendiéndose por todo el
continente. La expansión de sus territorios y la constante migración de los
pobladores entre las colonias y la metrópolis y viceversa fueron creando
problemas sociales cada vez más graves que los gobiernos tuvieron que enfrentar
y lo hicieron aplicando la justicia de manera implacable, como era costumbre en
esa época. La Gran Bretaña, entonces, decidió enviar sus más peligrosos
delincuentes a su colonia más lejana y por ello estableció el penal en
Australia. De hecho, este continente fue poblado originalmente con los reclusos
que allí se quedaron, generalmente porque no tenían los recursos para regresar,
que fue la idea original de los gobernantes para librarse, de la manera más
económica y simple de sus elementos indeseables. Francia, por su lado, a pesar
de tener casi la mitad de las colonias en África, pensaba que una colonia penal
en ese continente no era lo suficientemente segura y no prestaba las
condiciones necesarias que requería para garantizar, tanto el castigo como la
posibilidad de retorno a la patria. Para esta última opción se había creado
allí la famosa Legión Extranjera que otorgaba una nueva oportunidad a quien la
sobrevivía, con nueva identidad y nacionalidad. Esas fueron las razones para
pensar en la remota colonia que aún mantenía en la América del Sur, que se
llamó durante mucho tiempo Guayana Francesa, hoy uno de los departamentos de
Ultramar, llamada simplemente Guayana junto con las demás islas regadas por
todo el Océano Atlántico frente a las costas de América, desde St. Pierre et
Miquelon en el norte colindante con Canadá hasta las islas de la Antillas
menores como Martinica y Guadalupe. La ubicación era la adecuada y las
condiciones perfectas para un reclusorio, más si se construía en una isla que
ha sido el lugar común ideal para esta clase de aplicación. Recordemos aquí no
más a Gorgona. Además, en tierra firme la rodeaba una selva impenetrable lo que
la hacía aún más inexpugnable. Por estas razones y algunas otras innecesarias
de exponer, pensar en escapes cinematográficos como las que se ven en el cine o
la televisión son difíciles de imaginar, fuera que las estadísticas carcelarias
no mencionan escapatorias exitosas, aunque estas tampoco son creíbles dado el
interés que se tenía por mostrar la eficacia del sistema a toda costa.
Pues bien, Papillon nuestro
personaje de hoy, fue uno de esos tantos individuos que fue a parar a la Isla
del Diablo como se la conoció y que hacía parte de las Islas de la Salvación
(Iles du Salut, su nombre en francés), no lejos de la costa de Cayena. Ese era
su alias en el bajo mundo francés pues se decía que se posaba donde menos se
esperaba. En 1930 fue acusado de homicidio y condenado a cadena perpetua, se
dice que por unos falsos testimonios y despachado a la colonia penal de Cayena
para el cumplimiento de su condena. Henri Charriere como es su nombre
cristiano, estuvo en Cúcuta acompañado de su esposa venezolana Rita en febrero
de 1971. Nos contó de sus peripecias y de otras anécdotas que pasaré a
narrarles. Claro que quienes lo conocieron, me advirtieron que algunas de las
situaciones relatadas no fueron propiamente de su autoría sino que le
ocurrieron a sus amigos o compañeros pero que en su imaginación se las apropió
para crearle mayor realismo a su magnífico libro.
Escribe que fueron varias las
veces que intentó escapar pero no logró burlar la rígida vigilancia que
impartía la guardia ni las duras condiciones del entorno agreste y malsano de
la isla. Sin embargo, su primera gran escapada la realizó en 1933 cuando se
declaró enfermó de una de esas raras enfermedades tropicales a la que estaban
expuestos los moradores de la zona, ya fueran presos o integrantes de la
gendarmería y pudo fugarse desde el hospital y luego escondido en un barco que
lo dejó cerca de la desembocadura del río Maroní junto con cinco compañeros
más. Desde allí consiguió que lo llevaran hasta la isla de Trinidad donde
estuvo trabajando con la ayuda de algunos compatriotas quienes habían conocido
de sus desventuras, pues las habían sufrido y ahora trataban de reiniciar su
vida con nuevos horizontes. No tardó en partir para evitar el encuentro con la
justicia que lo buscaba incesantemente y en ese trasegar furtivo logró llegar
hasta la guajira colombiana. En Riohacha fue detenido por la policía que lo
interrogó con la ayuda de un intérprete haitiano y lo mantuvieron hasta que el
gobernador decidiera qué hacer con él. No fue largo el tiempo que estuvo
retenido pues hizo amistad con unos guajiros que estaban en su misma condición
bajo los cargos de contrabando y que entre todos y con el apoyo de sus hermanos
wayús se evadieron sin mucha dificultad. Durante algún tiempo anduvo con ellos
a quienes identificaba como “indios” y lo que más le llamaba la atención era
que estaban descalzos y sus pies habían desarrollado una capa callosa tan
espesa que no requerían de zapatos para desplazarse por los desérticos parajes
de la península, cerca del Cabo de la Vela. En su estancia por estas tierras
practicó hasta donde pudo su español aunque con dificultad, pues sus compañeros
de andanzas, los guajiros, se comunicaban entre ellos en su propio dialecto.
Sin embargo, dentro de su intimidad no podía ocultar su deseo de vengarse de
quienes lo inculparon y le causaron las desgracias por las cual estaba pagando
una deuda que no le correspondía, por esta razón habló con el jefe mayor de la
tribu que lo protegía cuyo nombre era Zato y le dijo que debía partir no sin
antes agradecerle las bondades que tuvo de acogerlo con hospitalidad y brindarle
su amistad, situación que no era frecuente dada su condición de extranjero.
Como regalo de despedida le regalaron una bolsita de tela tejida llena de
perlas que por esos días obtenían de las ostras que pescaban en las costas
aledañas. Así partió nuevamente a un
destino desconocido, Santa Marta.
En su primera escapatoria,
dijimos, anduvo por la península de la Guajira colombiana protegidos por los
wayús y aunque nadie quiso creerle, las evidencias demuestran lo contrario.
Después de conocerlo personalmente no dudo que lograra convencer no sólo a los
indígenas de la Guajira con quienes, además, entabló relaciones amorosas y no
con una sino con dos hermosas guajiras, Lali y Zoraida, con el consentimiento
del cacique Zato. Pero podía más la sed de vengarse de aquellos que lo
condenaron injustamente y por ello emprendió viaje hasta donde pudiera regresar
más fácilmente a su tierra y tomar venganza.
Fue así como intentó llegar a
Barranquilla de la cual había leído que era una gran urbe de 150 mil
habitantes, según decía el diccionario. Emprendió el viaje, primero a Santa
Marta y con la ayuda de unas monjas que viajaban en un coche tirado por
caballos, le dieron el aventón, no sin antes confesarlo y saber que se trataba
de un fugitivo. Las monjas, una española y la otra irlandesa le ayudaron a
pasar los controles que por entonces había montado la policía para recapturar a
los fugitivos, pues con sus tradicionales atuendos y las bendiciones que
repartían no fueron objeto de requisas. La mala suerte lo encontró en el
convento pues al llegar la madre superiora no le comió el cuento de su bondad y
supuesta inocencia y al día siguiente de su llegada llamó a las autoridades y
fue a parar derechito a la cárcel, donde se encontraría con sus compinches, los
demás evadidos que habían sido recapturados algunos días antes.
Con la ayuda del cónsul de
Bélgica logró que lo trasladaran a Barranquilla de donde fue remitido
nuevamente a la prisión de la Guayana Francesa, el 30 de octubre de 1934. Tuvo
que acomodarse a su nueva condición una vez procesado por el delito de evasión
de presos con que fue acusado junto con sus compañeros de aventura. Como no
tenían abogado defensor, el juez le permitió, porque así lo contemplaban los
reglamentos jurídicos de las islas, defenderse a sí mismo y a sus compañeros.
El procurador (fiscal para nosotros) los acusó, además, de tentativa de
homicidio, toda vez que durante su evasión habían golpeado a los guardias con
la pata de hierro de la cama. Sin embargo, logró demostrar que no tuvieron intención
de matar a sus guardianes sólo privarlos ya que habían recubierto el garrote
con trapos para evitar hacerles un daño mayor lo cual fue aceptado por el juez
quien los condenó a dos años de prisión. Una pena simbólica en comparación con
la cadena perpetua que debían purgar por sus crímenes anteriores.
Su estadía en la colonia de
Cayena se podría describir de manera muy simple. Las cárceles estaban ubicadas
en las islas llamadas “de Salvación” que eran tres, Isla Royal, la principal y
más grande, albergaba la mayor población de reclusos y los de menor
peligrosidad. Aquellos que debían cumplir penas de menor duración. Tenía un
gran hospital y se le permitía a los reclusos realizar algunos trabajos por los
cuales recibían alguna remuneración. También trasladaban allí a los reclusos de
las demás islas que observaban un buen comportamiento como premio.
La segunda isla era llamada San
José, también habían construido un penal sin mayor importancia en cuanto a
seguridad, pues sus habitantes eran reclusos que no permanecerían largas
temporadas. La última y más pequeña era la Isla de Diablo que se caracterizaba
como la más tétrica y a donde enviaban a los condenados generalmente a
perpetuidad y dejados allí, prácticamente olvidados. Ahí fue a parar nuestro
personaje después de su primer periplo.
Algunos años más tarde y por su
buen comportamiento fue transferido a la Isla Royal, en parte para realizarle
un tratamiento médico debido a que su salud estaba visiblemente deteriorada.
Era tanto el temor que se evadiera que el director de la cárcel cerró un trato
con Papillon consistente en que
prometiera no intentar escaparse durante los cinco meses que le faltaba
para cumplir su periodo como director, pues cualquier anomalía retrasaría su
partida con los consecuentes castigos que correspondían cuando se presentaba
este tipo de acciones. Esto nos lleva a pensar que el castigo no solamente era
para los delincuentes, también lo era para los funcionarios de la
administración que debían recibir este traslado como un escarmiento más que
unas vacaciones en el trópico. Para los prisioneros que cumplían su pena, había
una pena accesoria que consistía en que debían quedarse por un tiempo igual en
tierra firme, no podían regresar a la metrópolis mientras no cumplieran esta
segunda pena llamada “doblaje”.
No le tardó mucho la buena suerte pues regresó
a la Isla de Diablo y fue hasta el año 41 que pudo salir en una frágil balsa
construida con la ayuda de dos compañeros, una noche sin luna y con la ayuda de
la marea y las corrientes marinas que lo impulsaron hasta las selvas
inexploradas de la entonces Guayana Inglesa. Nuevamente su suerte lo llevó a
encontrarse en la selva un campamento que los ingleses habían construido para
albergar algunos presos políticos de sus colonias, especialmente chinos con
quienes hizo amistad para luego escaparse con algunos de ellos y lograr entrar
a Georgetown la capital. El mundo estaba en guerra y esta circunstancia obró a
favor de los refugiados a quienes la policía de la Guayana Inglesa dejó en libertad
después de aconsejarles buen comportamiento. Duró un tiempo trabajando como
electricista, que era su profesión, hasta obtener un dinero que le permitiera
emigrar, como efectivamente lo hizo hasta las costas de Venezuela. Llegó a la
isla Irapa donde fue capturado y enviado a la prisión de El Dorado en cercanías
a Ciudad Bolívar. A raíz del golpe de estado contra el presidente Medina
Angarita todos los funcionarios de la administración fueron removidos incluidos
los de las prisiones y el nuevo director del penal, un anciano diplomático y
abogado después de revisar el proceso de nuestro personaje y entablar amistad
con él, no sólo lo puso en libertad sino que tramitó su documento de identidad
venezolano con su verdadero nombre: Henri Charriere, su pasaporte definitivo a
la libertad.
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