Una aclaración
a la polémica sobre la fundación de Cúcuta
A finales del siglo pasado se desató una agria polémica
entre algunos miembros de la Academia de Historia Local y el historiador
Silvano Pabón Villamizar a raíz de la publicación de un artículo que salió en
la revista de la Cámara de Comercio de Cúcuta, en la que considero hubo un
malentendido por parte de algunos lectores pero también un desafortunado
titular por parte del autor, culpa que podríamos atribuirle al editor de la
revista, quien destacó solo una parte del título, dejando, como se dice
popularmente con letra ‘chiquita’ el
principio del mismo, que a juzgar por la reacción que tuvo el artículo, no fue
leído por quienes se fueron lanza en ristre contra el historiador.
El artículo fue titulado “EN SUS ORÍGENES: CUCUTA, NI ES CIUDAD NI FUE FUNDADA”, pues bien,
es claro que la intención del escritor indicaba que se trataba de narrar una
situación en el preciso momento de su origen y no con posterioridad, como fue
malinterpretada por quienes argumentaron su descontento y su oposición a dicho
artículo, a pesar de registrar que no hubo fundación, tal como lo reconocen en
los artículos publicados en la misma revista, a manera de réplica y que paso a
reproducir. Para evitar herir susceptibilidades, no mencionaré los nombres de
quienes se dieron a la tarea de rebatir la tesis del ilustre historiador y
pasemos a leer sus comentarios. Después
de una juiciosa introducción, en la que hace un recuento “de nuestra verdadera identidad” desde la época de la conquista, el
primer antagonista reconoce: “No tuvo San
José de Cúcuta una fundación como las acostumbradas por los famosos
encomenderos, quienes a costa de la vida de los aborígenes explotaban nuestras
tierras en cultivos y en minas y quienes hacían que nuestros nativos cumplieran
las leyes impuestas por ellos, leyes que ellos no respetaban, ya que se creían
dueños y señores de vidas y haciendas. No tuvo tampoco Escribanos Públicos que
atestiguaran los hechos.” Aunque más adelante y como buscando el pretexto
de justificar su argumentación, escribe que ‘Cúcuta si fue fundada por un grupo
de 28 personas, en una fundación premeditada, concertada por los hijos de los
españoles que habían nacido aquí.’
Otro contradictor, éste más ofuscado, comienza por
decir “que es una insolencia afirmar que
nuestra ciudad no lo es y que además no fue fundada.” En la presentación de
sus explicaciones hace un recuento desde la colonia hasta la víspera de la
solicitud de los 28 vecinos a doña Juana Rangel para que donara los terrenos,
entonces denominados ‘Guasimal o Guasimales’, donde ellos deseaban construir su
parroquia alrededor de la iglesia y termina diciendo “objetivo que van cumpliendo hasta dar forma a nuestra ciudad.” Sin
embargo, termina su escrito con estas palabras, “Lo único cierto es que Cúcuta no fue fundada con los ritos y los
blasones que sí tuvieron las ciudades de Tunja, Pamplona, Salazar, Ocaña, etc…”;
aquí puede notarse la omisión de la lectura completa del título, pues
claramente empieza diciendo que ‘es una insolencia afirmar que nuestra ciudad
no lo es’, pues no lo era en el momento de sus inicios, lo cual mostraré que
como tal, no se siguieron los protocolos establecidos en las Leyes de Indias,
que dicho sea de paso, contemplaban estrictamente todos los procedimientos a
seguir para su cabal cumplimiento.
De la lectura anterior podría desprenderse la
lógica conclusión de conceptos contradictorios, toda vez que comienzan
escribiendo que sí hubo fundación pero al final que no la hubo; nuevamente atribuyo
esta confusión a que no entendieron el titular de la crónica, “en sus
orígenes…” que era como iniciaba el artículo del historiador.
Para dar claridad a esta banal discusión, me tomo
la libertad de transcribir las normas expedidas entonces por la suprema
autoridad, los Reyes de España, compiladas primero bajo el título de “Ordenanzas de
descubrimientos, nueva población y pacificación de las Indias” (1573) expedidas por el rey Felipe II y posteriormente en las “Leyes de Indias de
1680”. De ambos documentos se extraerán los apartes pertinentes a los temas que
nos interesan, esto es, “La regulación de los Asentamientos” consignado en el
primer documento y “De la Población de las Ciudades, Villas y Pueblos”, correspondiente
al “Título VII del Libro IV de las Leyes
de los Reynos de Las Indias” que según reza la publicación original fueron
expedidas por el rey Carlos II en 1680 y cuya portada se muestra al final de
esta crónica. Comencemos pues, por saber qué decían las normas respecto del
tema que nos concierne. Pasada la etapa del descubrimiento, cuando ya se tenía
experiencia y conocimiento acerca del poblamiento del Nuevo Mundo, pues se
tenían las primeras ciudades en las Antillas, en Santo Domingo, Cuba y Puerto Rico
además de las primeras ciudades continentales como Veracruz, Panamá y
finalmente con la fundación de Lima en 1535 se consolidó un modelo urbano generalizado
en América conocido como la retícula
ortogonal o de cuadrícula, que en
Europa no se utilizaba, entre otras cosas por la falta de espacio, por el clima
cambiante y por las condiciones sociológicas. En este modelo se destaca el gran desarrollo de las parcelas destinadas a solares urbanos
y asignados a cada poblador, lo que da lugar a ciudades de bajísima densidad y abiertas hacia un territorio sin límites.
De acuerdo con esta concepción, el modelo era el adecuado para el nuevo
territorio y de ahí en adelante se fueron expandiendo hasta lo que hoy se
conoce. Con estos antecedentes
ubiquémonos en los valles del Pueblo de Indios de Cúcuta, que era parte de la
política del movimiento poblacional de la Corona Española, a principios del
siglo XVIII, para justificar que no hubo fundación, tal como es el argumento
del historiador, citaremos fragmentos de las ‘Ordenanzas Filipinas de Poblaciones de 1573’ y las posteriores de
1680, que eran un verdadero “Código de Urbanismo” y además, de
obligatorio cumplimiento. Veamos, en el título 7 capítulo 52 de las leyes de
indias citadas se lee, “…elegida la
tierra, provincia o lugar…el gobernador declare el pueblo que se ha de poblar
si ha de ser Ciudad, Villa o Lugar…”. Ahora bien, ninguna de estas
condiciones se dieron y mucho menos, las complementarias que describían la
composición política y la organización que debía tener el nuevo poblado. Ahora
bien, cuando se dio la firma de la escritura de “obligación” y doña Juana
Rangel obsequió los terrenos donde los peticionarios querían establecer su
parroquia para evitarse la difícil tarea de atravesar, el entonces caudaloso
Pamplonita, para cumplir sus
obligaciones religiosas dominicales en el Pueblo de Indios que hoy se
conoce como el barrio San Luis, el lugar donde se asentaban ni siquiera cumplía
con las normas que regían, tales como que tuvieran un mínimo de 30 vecinos, es
decir, entre 120 y 240 habitantes, de acuerdo al módulo que se aplicara de 4 o
de 8 habitantes por vecino. Esta norma se había establecido basada en la
realidad de que muchas poblaciones españolas difícilmente alcanzaban a tener
200 habitantes. Tampoco se siguieron las indicaciones de diseño que establecía
el trazado geométrico cuadriculado o damero, a cordel, en el que se
empleaba como unidad de medida un
cordel de longitud equivalente a una
vara de Castilla, es decir de 0,8359 metros y que debía ubicarse,
la Plaza Mayor en el centro y que a su alrededor se debían construir los
edificios que simbolizaban el poder, el cabildo, la casa de gobierno, el
palacio de justicia y la iglesia, de acuerdo con la “categoría” del poblado.
Solamente después de casi sesenta años, en 1792 y cumplidos la mayoría de los
requisitos y a solicitud de los vecinos, ya en ese momento todos muy pudientes
y prósperos, como resultado de sus esfuerzos, obtuvieron del rey español de la
época, Carlos IV, por Cédula Real del 13 de marzo del año en mención, el título
que ha distinguido la ciudad desde entonces: “Muy noble, leal y valerosa Villa
de San José de Guasimal” y a partir de entonces, pudiendo contar oficialmente con
Alcalde Ordinario, un Alguacil, un escribano de Concejo y Público y un
mayordomo, todos ellos acompañados del respectivo cura párroco como protector
de sus almas y evangelizador de indios.
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